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Friday, September 08, 2006

La Cena

Como no tenía una colección de mariposas para enseñar las invitaba a mi casa a cenar, pero el día que llegó ella sólo tenía para ofrecerle un sobre de sopa. Años más tarde, cuando volvió de acostar a los niños le pregunté por qué eligió quedarse conmigo pese a la triste escasez de mi pobre cena. Contestó con la inmediatez de la lección sabida: “Me diste algo que se podía conservar mucho tiempo”.

Sunday, August 27, 2006

Átame

- Deja que te ate – susurró Amalia al oído de Carlos, mientras le mordisqueaba la nariz y los labios.
- ¿Ahora?
- Sí, ahora, ¿porqué no?
Carlos se encogió de hombros y Amalia se incorporó hasta quedar sentada sobre él, a horcajadas.
- Aún falta para que lleguen tus padres, ¿no?
- Sí – afirmó Carlos mirando el reloj -, no son ni las once… hasta la una o así no hay que preocuparse.
- Entonces deja que te ate – ella se inclinó sobre él y le acarició el pecho desnudo, ronroneando suavemente.
- Está bien – aceptó él, escurriéndose de debajo del cuerpo de ella y caminando hacia el armario. No es que le volvieran loco aquellos jueguecitos; él era más de sexo clásico, normal, sin fantasías extrañas. Solía decir que el cuerpo humano le fascinaba lo suficiente como para no necesitar juguetes. Pero sabía que a Amalia le gustaba experimentar de vez en cuando con aquel tipo de cosas: atarse, usar objetos, ver películas…
Seleccionó tres corbatas oscuras. Tampoco era cuestión de jugar al sado con su corbata del Pato Donald. Tumbada en la cama, Amalia le miraba con una media sonrisa. “Parece que estemos rodando una porno”, pensó Carlos al verla ahí, echada y desnuda, chupándose distraídamente un dedo.
- Toma – le alargó las corbatas. Ella se levantó y él se tumbó en la cama, divertido, extendiendo los brazos como un Cristo.
- ¡Bien! – Amalia aplaudió entusiasmada, como una niña -. Verás, verás qué bien lo vamos a pasar…
Carlos la miró mientras ella hacia el primer nudo, el de su mano derecha. El cabecero era liso, así que ella le ató a la barra del somier, por debajo del colchón. Era complicado hacer buenos nudos con las corbatas, pero después de un par de intentos el brazo de él quedó firmemente sujeto, incluso algo apretado.
- Me hace un poco de daño – se quejó.
- ¿Qué gracia tiene si no? – ella continuó impasible con la mano izquierda.
Carlos tenía que reconocer que, aunque la posición era un poco incómoda, estaba empezando a excitarse. Sobre todo le gustaba ver a Amalia inclinada sobre él, con los pechos penduleando suavemente y el pelo tapándole la cara, mordiéndose concentrada un labio y entrecerrando los ojos.
- Bien, bien – murmuró ella satisfecha una vez que hubo terminado con la izquierda -. Y ahora, amigo mío, mírame por última vez porque no me vas ver más – y Amalia ajustó con fuerza la tercera corbata alrededor de los ojos de Carlos.
- ¿Y ahora qué? – preguntó él, insinuante. Tenía que admitir que estaba muy excitado.
- Pues ahora… No sé, ya veremos – Amalia sonrió y le besó largamente en los labios. Luego le acarició el pecho desnudo, le mordisqueó los pezones, bajó hacia el pene, que empezaba a endurecerse.
- Eres muy, pero que muy mala – murmuró Carlos, entreabriendo los labios.
- ¿Te imaginas que…? – Amalia dejó la frase a medias y Carlos sonrió, pensando en vete a saber qué fantasía retorcida.
- ¿Qué?
- ¿Te imaginas que ahora te dejo aquí atado y me voy? ¿Y que luego vuelven tus padres y te encuentran así?
Amalia soltó una inocente carcajada. Carlos rió y la buscó con la boca. Ella había parado por un momento de tocarle.
- Sería muy divertido – prosiguió ella -. Sería muy, muy divertido.
- No te volvería a hablar – afirmó él, aún sonriendo.
- Ya, ya, pero piensa que a lo mejor yo no tendría interés en volver a hablarte. Sería La Venganza – él pudo percibir las mayúsculas en el tono de ella -. Imagínatelo. Tú piensas que todo aquel asunto de los cuernos ya está olvidado y perdonado, y de repente ¡plas! Tu chica te deja atado y amordazado en la casa de tus padres.
Carlos intentó rodearla con las piernas. Empezaba a alarmarse un poco. Amalia se libró de sus piernas y se levantó de la cama.
- ¡Sería genial! – parecía entusiasmada, como si estuviera planeando un viaje o una fiesta -. En serio, piénsalo. Qué putada.
- Tú no serías capaz de hacerme eso. Vamos, ven aquí – Carlos empezó a tironear nerviosamente de las correas de los brazos -. Ven, Amalia, quiero sentirte. Quiero hacer el amor contigo.
- Venga ya… no me vengas ahora con esas – él no podía verle la cara, pero su voz se había vuelto de repente seria, silbante -. Oh, qué gran plan sería. Espera, voy a beber agua.
La oyó levantarse y caminar hacia el baño. Desde allí escuchó su voz, con el eco de las paredes cubiertas de azulejos.
- Sería un gran plan, ¿verdad? Meses fingiendo para llegar por fin a esta situación, a estar aquí en casa de tus padres y tenerte a mi merced, para luego dejarte tirado y vengarme de ti – Carlos oyó el grifo abrirse y a ella beber -. Sería muy cruel por mi parte, pero muy inteligente, ¿no crees?
- Amalia, no tiene gracia. Ven aquí.
- ¡Venga, Carlos, claro que tiene gracia! – de repente su voz volvía a ser alegre, cantarina casi -. Tiene un montón de gracia.
Volvió a entrar en la habitación y se acercó a la cama. Besó a Carlos en los labios y le manoseó el pene, ya completamente flácido.
- Vaya, ¿te he cortado el rollo? – preguntó, preocupada -. Lo siento, cariño, venga, anímate… no es para tanto. Te encontrarán y os reiréis juntos de esto. Tus padres son majos.
Amalia empezó a reírse a carcajadas.
- Estoy… estoy imaginándome la cara que pondrían – apenas podía hablar de la risa -. ¡Casi me gustaría quedarme para verlo!
Carlos empezó a reír también, histéricamente. Había notado que el nudo de la mano derecha estaba un poco flojo. Si le seguía la corriente, tal vez podría desatarse.
- ¡Joder, a mi madre le daría un infarto! – exclamó. Amalia soltó una carcajada. Se retorcía de la risa, sentada al borde de la cama -. Imagínate, ¡su hijo favorito atado en la cama como un salido! – más carcajadas.
De pronto, Amalia dejó de reírse.
- Creo que voy a asegurar los nudos – dijo, y se inclinó sobre el brazo izquierdo de Carlos, mientras él luchaba frenéticamente por desatar el derecho. “Que no se dé cuenta, por favor, que no se dé cuenta”, sublicaba mentalmente. Por fin, la corbata cedió y liberó el brazo.
- ¡Ya está, ya está, soy libre! – gritó -. ¡Quita de encima, chiflada! – empujó a Amalia de la cama y se arrancó la venda de los ojos, e inmediatamente empezó a desatar su brazo derecho.
- Pero Carlos – Amalia estaba ahora de pie, al borde de la cama, mirándole con los ojos asombrados y redondos -. Si era una broma. ¿Te lo has creído en serio?
- Joder, no sé – Carlos miró la expresión compungida de ella y dudó un poco -. Pues es que no sé, es que hablabas como una jodida loca, Amalia.
- Cariño… - su voz era infinitamente dulce, y se inclinó sobre él, abrazándole. Él dejó de manipular el nudo por un momento y la estrechó un poco -. Mi amor, yo nunca te haría eso. ¿Cómo iba a hacer algo así? Sería una putada enorme. Amor mío, yo te quiero.
Carlos suspiró. Pues claro, era idiota. No sería capaz de hacerle una putada así de grande.
- Oh, Carlos, lo siento, siento haberte asustado – ella no paraba de besarle la nariz, los ojos, la boca -. Pensaba jugar un poco más, vestirme incluso, pero luego iba a parar la broma.
- Yo sí qué lo siento, mi niña… es que actúas muy bien – Carlos sonrió y la abrazó -. Venga, vamos a olvidarnos del tema.
- Vale… pero voy a atarte otra vez, que de verdad me apetece, me excita un montón.
Carlos la miró fijamente. Sus ojos eran dos espejos de sinceridad. Ella le besó y empezó a tocarle. Oh, Dios, era increíble la facilidad que tenía aquella chica para ponerle cachondo. Extendió el brazo derecho y se dejó atar de nuevo.
Amalia le miró, le besó, sonrió.
- Joder, no pensé que fuera tan fácil convencerte otra vez… Ahora ya sé que tengo que apretar bien el nudo.

Thursday, June 01, 2006

Recicla tus miserias xD

Puesto que no se me ocurre nada que contaros, voy a recurrir al viejo truco de publicar algo antiguo y así ir haciendo tiempo hasta que a mi musa particular le dé por currárselo un poco. Se trata de Accidente III, descrito por el conductor de la ambulancia. Quería hacerle algunos cambios, pero no he encontrado el tiempo (ni las ganas), así que os lo pongo tal cual, a ver qué os parece. A los que no sepáis nada de mi alegre y optimista serie sobre un accidente de tráfico, os remito a la versión de la víctima y a la del testigo para que os enteréis bien de la historia. Hale, a cuidarse.


EL CONDUCTOR DE LA AMBULANCIA

Podría hacerlo mucho mejor sin la sirena, pero claro, la sirena es necesaria. Sin ella no se abrirían ante mí los carriles del coche, como el mar frente a Moisés ¿o era Abraham? Pero me da jaqueca ese continuo ninonino de película de gangsters. La gente lo oye por la calle durante unos segundos: primero, difuso, y todo el mundo mira alrededor para ver por dónde viene la ambulancia. Luego, atronando junto a tu coche o pasando justo por delante de ti en el paso de cebra. Después, alejándose, dejando detrás un reguero de viejas que se santiguan o de hombres hipertensos que cruzan los dedos esperando que la próxima vez no les toque a ellos.
Conducir ambulancias no es difícil; lo puede hacer cualquiera. Teniendo en cuenta que en este país nadie respeta ni señales, ni semáforos, ni carriles, ni cristo que lo fundó, se sentirían a sus anchas pudiendo saltarse todo eso de forma legal.
Hoy tenemos un siniestro, como le dicen los cursis de centralita, con un chico inconsciente y una chica herida. No tardamos mucho en llegar al lugar del accidente porque no está muy lejos del hospital y hay poco tráfico; deben de ser las doce de la mañana, o así, y curiosamente parece haber más gente trabajando en su oficina que ganduleando por ahí con el coche.
Salgo de la ambulancia para lo de siempre: apartar curiosos y echar una mano si Chema o Jordi me necesitan. Yo de medicina ni puta idea; me metí en esto porque siempre me han gustado los coches, siempre, desde que era pequeño, y la idea de pasarme todo el día conduciendo como un salvaje sin que me multen por ello me gustaba un montón. Aún me sigue gustando.
Hay muchísima gente alrededor del estropicio este. Un tonto en un Ibiza ha embestido por detrás a los otros dos, que se habían parado delante del semáforo. Mala hora para tener un accidente, chavales, pienso, porque a esta hora los que están en la calle es porque tienen poco que hacer, así que se frotan las manos de pensar en tener un espectáculo gratis como éste.
La chica está fuera del coche con los pantalones manchados de sangre. Es bastante guapa, y no llora ni se queja; sólo mira de un lado a otro, asustada como un animalillo. El chico se ha quedado dentro en una postura rara, aún en su asiento pero inclinado sobre el del copiloto. Chema y Jordi se colocan a ambos lados del coche, con las puertas abiertas, y lo sacan con cuidado hasta ponerle en el suelo. Ella intenta ponerse a su lado, pero los otros dos no le dejan, liados como están en tomarle el pulso, mirarle las pupilas y todas esas cositas que ellos saben hacer y que a mí aún me suenan a chorrada de serie americana. Así que la pobre se acerca a mí, que sigo conteniendo a la muchedumbre de marujas acechantes, y me mira con unos ojos enormes, desolados.
- ¿Se va a poner bien? – habla raro, apenas puedo entenderla. Debe haberse hecho daño en la boca, porque le sale sangre por la comisura de los labios.
Me pasa siempre. La gente se cree que yo también soy médico y me pregunta. Me entran ganas de decir que no sólo no tengo ni idea de si se va a poner bien, sino que dudo que los mismos médicos lo puedan saber cinco minutos depués de echarle el ojo. De todas formas, me da pena la chica, tan pálida, con su boca herida y sin que nadie le haga demasiado caso (lógico, por otra parte, teniendo en cuenta que el otro es un fiambre potencial y ella, al menos, camina y respira solita).
- No lo sé, pero bueno, habéis tenido suerte… hemos podido venir pronto y el hospital está aquí al lado. Normalmente, mientras antes se atienda al herido, mejor.
No sé qué más decirle, pero a ella parece consolarle suficientemente mi frase, porque medio sonríe.
- ¿Qué te has hecho tú? – le pregunto.
Abre la boca y saca la lengua, que apenas se ve debajo de la sangre. Parece que quiere que yo la cure, o algo. Miro a Jordi y a Chema, que le están colocando la camilla al chaval, y opto por coger un par de gasas y pasárselas a la chavalita para que se limpie un poco la sangre, al menos. No sé qué se hace con una lengua partida, ¿un torniquete?
- Supongo que habrá que darte puntos – aventuro.
En cualquier caso, estos dos ya están subiendo al chaval a la ambulancia y poniéndole oxígeno.
- ¿Y ella? – pregunto.
- Que se venga y la miramos allí – Chema parece agobiado. No tiene buena pinta el pobre chico, no.
- Venga, sube – hago un gesto con la cabeza y la miro. Ha empapado las gasas y ahora está casi ridícula, sosteniéndolas aún contra su boca herida, con los pantalones llenos de sangre como si hubiera sido atacada por una menstruación descomunal.
Se encarama a la parte trasera y se queda como ida, mirando al chico sin tocarle. Jordi sube detrás, cierra la puerta (los curiosos se quejan, defraudados) y yo, que me he quedado un poco atontado mirando a la chica esta, recuerdo que sin mí no salen y ocupo mi puesto a toda prisa.
La parte de atrás está separada de la de delante y no puedo oír ni ver nada de lo que pasa. Creo que tiene que ver con que no me distraiga. En silencio, ruego al dios de las ambulancias y de las series americanas para que el chico no palme, porque me da mucha pena ella, tan bonita y tan dócil, tan sin lágrimas.
Llegamos al hospital y sacan al chaval echando leches. No, no debe estar muy bien, hasta yo puedo deducirlo. Ella se queda de pie en el aparcamiento, un poco desorientada. Una enfermera se le acerca y le hace gestos para que la acompañe. Antes de irse, ella se acerca a mí, que también estoy de pie mirando la escena.
- ¿Puedes avisar a este número de lo del accidente? – otra vez me cuesta entenderla, y me lo tiene que repetir varias veces antes de que lo pille.
- Sí, claro.
Es un nombre de chica y un número de móvil. Abajo aparece el nombre del chaval, Diego, rodeado con un círculo. Antes de que me dé tiempo a preguntarle cómo se llama ella, se va detrás de la enfermera, cabizbaja, sujetando aún la gasa empapada como si fuera una especie de amuleto.
Yo pienso que me muero de ganas de echarme un cigarro.