Sunday, October 16, 2005

Física del frío

Aunque me considero un animalito de clima cálido (alguna perezosa especie tropical, no sé bien cuál), a veces le encuentro su gracia al invierno.
Me tumbo, por ejemplo, debajo de una manta. Ahí estoy yo: un conjunto de células que han dado en llamarse Marina. Todos mis sistemas funcionan: los pulmones se hinchan rítmicamente, el estómago separa los nutrientes y los digiere entre delicados ruidos, el corazón se contrae en espasmos sanguíneos y regulares.
Si nos aproximamos más, encontramos mis células: millones de pequeñas unidades de vida, con sus núcleos, sus mitocondrias, su aparato de Golgi, interpretando complicadas cadenas de ADN, produciendo proteinas y desencadenando, una a una, las funciones que me mantienen viva. También están las neuronas, que se comunican entre sí como cables que chocan en la lluvia, con un chisporroteo de luz entre sus extremos.
Todos estos procesos tienen como resultado el calor: una calidez leve pero segura que se extiende alrededor de mi cuerpo como una placenta invisible. Puesto que estoy debajo de una manta que impide que se escape esa energía calorífica, al cabo de un rato empiezo a sentirme templadita y confortable como una sopa, y al amparo de esa temperatura placentera que mi cuerpo y la manta han construido para mí, duermo la siesta. Y es tan sencillo pero, a la vez, tan milagroso…

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