Wednesday, October 05, 2005

Dos por uno

1. Sueño que estoy en el balneario con mi familia y con J., uno de mis amores platónicos de la infancia. El agua es muy azul y las columnas están cubiertas de una luiz dorada. Mis padres se pelean, pero se pelean como si estuvieran casados y en el fondo quisieran reconciliarse. Cuando estoy empezando a entristecerme, J. me coje a caballito y se tira al agua, y me lleva a lomos como un delfín domesticado. Va muy rápido y parece que no le cuesta ningún esfuerzo; yo me río a carcajadas, pero al mismo tiempo contengo la respiración para no tragar agua, mientras a mi lado se levantan olas de un profundo color turquesa.
Llegamos a una especie de anfiteatro parcialmente hundido en el mar, al otro lado de una pequeña bahía. Nos sentamos en dos rocas, el uno frente al otro, y veo que tiene la piel cubierta de pecas; en la realidad no es así, pero en el sueño sí, y puedo ver pecas incluso en sus uñas. Su piel reluce como la piedra de las columnas, y yo estoy emocionada por la posibilidad de gustarle al fin, después de tantos años. De pronto unas excavadoras comienzan a destruir el anfiteatro, y a mí me da pena, pero sé que no puede ser de otra manera.

2. Me duelen los gemelos de andar por Granada. Me gusta caminarme esta ciudad, porque es tan pequeña que te da la sensación de que la tienes entera bajo las piernas, como un animal domesticado. Estar aquí o allí, en una punta u otra del centro, está separado sólo por diez o quince minutos de caminata enérgica, y eso da más libertad que cualquier coche, porque no hay atasco que te detenga, ni calle peatonal que se te resista.
Es estupendo Octubre, cuando las clases parecen más un entretenimiento que una obligación y todo se me mezcla: las tapas con las bolsas del Mercadona cargadas hasta arriba; una escapadita al cine con ir, poco a poco, desmontando las cajas que aún adornan el pasillo de mi piso. El tiempo y sus ratos transcurren con una placidez blanda, como si el verano no se hubiera terminado del todo.
Jose y yo salimos el sábado y tomamos unas cervezas en el Bohemia. Está saliendo por fin de su crisis existencial y todo él reluce de pura inspiración. Luego me pide que le enseñe el Paseo de los Tristes porque, como yo, se ha visto seducido por su nombre, hermoso y melancólico como toda Granada.
En el camino nos desviamos por la cuesta de Gomérez para ver la Puerta de las Granadas, y tardamos media hora en subirla porque vamos explorando las callecitas adyacentes: blancas bajo la luz de los faroles, desiertas como decorados vacíos de una película antigua. Nos reímos al leer una pintada en un muro: "Yonquis, os queremos. Muac Muac". Llegamos arriba y leemos la inscripción de la entrada: Jose en silencio, yo recitando ampulosamente como cuando hacía teatro de pequeñita.
Cuando llegamos por fin al Paseo de los Tristes, nos sentamos al borde del Darro y miramos un rato la Alhambra (como tantos y tantos millones de ojos en esta ciudad, turística de puro bonita).
- Qué dolor más dulce – dice Jose, al cabo de un rato.
- ¿Cuál? – pregunto, y sé la respuesta, aunque no encuentro exactamente las palabras.
- Entristecerse en Granada.
- Sí – asiento, seriamente.

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