Saturday, October 01, 2005

Post precocinado listo para descongelar

Preparadito en su diskete como los deberes de una niña buena. Hala, para que os quejéis luego ;)

29 de septiembre de 2005

Me levanto temprano para ir al hospital antes de marcharme a Granada. La primera vez que madrugas después del verano siempre tiene ese matiz entre tristón y excitado del comienzo de curso, lo inesperado del frío y el cielo todavía oscuro. Me desperezo, desayuno y deambulo en pijama por mi casa dormida, terminando la maleta sin prestar mucha atención a lo que meto.
Mi madre y yo hemos quedado con la ginecóloga en Urgencias, junto a la zona de partos, y continuamente entran y salen mujeres con barrigas enormes; al principio pienso que están todas de parto, pero la mayoría viene sólo a que monitoricen el latido del corazón del feto para confirmar que todo va bien. Se sientan de tres en tres en una habitación pequeñita, con las grandes panzas llenas de sensores y cables, y el sonido sincopado y submarino del corazón de sus hijos se extiende por el pasillo adyacente, donde esperamos mi madre y yo apoyadas contra la pared. De pronto sale una matrona de quirófano con un diminuto bulto envuelto en una sábana verde. Lo miro un poco incrédula. “Es un niño”, casi pregunto a mi madre, que lo mira también y sonríe. La comadrona sale al vestíbulo a avisar a la familia, y cuando entra de nuevo nosotras estiramos el cuello para intentar ver al bebé. Ella parece dudosa, pero sonríe y retira un poco la tela. El niño tiene la carita arrugada, los ojos cerrados y un puño apretado por delante del pequeño rostro de pez. Brilla aún de pegajoso líquido amniótico. Le observamos mientras escuchamos los corazones de los otros bebés que, en unos días, saldrán al mundo como él.
Es como estar en las mismas puertas de la vida.
Me gustaría preguntarle qué o a quién ha visto al otro lado, de dónde viene, qué nos trae. Es tan nuevecito. No hay ni una sola huella del mundo en su cara. Pero eso lo pienso después, mientras le recuerdo, completamente indefenso, tan inmóvil. En el momento sólo puedo intentar retener en mi mente la imagen de su rostro, que parece saber más que todos los nuestros, que viene directamente desde la raíz del misterio.
Entra la familia de la parturienta con cara de nervios, de haber dormido poco. Conjeturo que son los padres, la hermana, el cuñado y la abuela, que va un poco rezagada. No parecen ni muy ricos, ni muy pobres, ni muy felices, ni muy marginales. Normalidad en estado puro. Salen al cabo de unos minutos, sonriendo como sólo se sonríe cuando nace un niño o cuando te enamoras: desvergonzada, incontroladamente. Enhorabuena, murmuramos cuando pasan, y esbozamos una sonrisa sin ser capaces de darle esa cualidad sobrehumana que tiene la suya. Gracias, contestan, un poco aturdidos. La abuela solloza en silencio.
Una nueva vida, pienso después, mientras viajo hacia Granada por primera vez en el curso. Ruego para que sea una señal que me está enviando vete a saber quién. También para mí empezará una nueva vida o, aún mejor, una versión de la anterior con más utilidades y prestaciones, como los programas informáticos. Llego a mi piso y lo encuentro vacío, con dos vueltas de llave y las cajas esparcidas por el pasillo, e intento hacerme a la idea de que empiezo otra vez a vivir sola. Hago listas mentales: tengo que limpiar, ir al supermercado, deshacer cajas, plantar hierbabuena en el balcón, comprar una silla que no me destroce la espalda. Estiro los brazos, como para aprovechar mejor este espacio que tengo para mí sola, y me siento a contemplar la Vega en nuestra enorme terraza. Aunque la vista sería mejor si no hubiera una grúa enorme justo enfrente, me gusta mirar cómo se mueve e imaginarme que doy un paseo montada en ella.
Una nueva vida, me repito, o una versión mejorada de la antigua. Genial. Voy a echarme una siesta, que tendré que coger fuerzas. Sólo un ratito; luego me pondré a limpiar y a colocar la ropa y los libros.
Me despierto dos horas más tarde justo a tiempo para ver cómo se esfuma el sol por detrás de los edificios. Por hoy ya no podré hacer nada, porque he quedado en media hora, pero no me siento ni un poquito culpable. El curso está tan nuevo, tan por estrenar. Tengo todo el tiempo del mundo.

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