Camino por Málaga, por Málaga-me-mata, recorriendo la calle Granada hasta la plaza de la Merced. No voy cogida de la mano de nadie, nadie me rodea el hombre con el brazo. Voy sola, y puedo sentir el aire que rodea mi cuerpo: una funda invisible, un preservativo gigante de espacio vacío. Me concentro en los dedos de mis manos y en las puntas de mis pies. Toda yo soy energía resplandeciente, una especie de ET con forma humana que camina sola porque no le hace falta nadie.
Luego me sentaré en la Merced a beber cerveza. Hablaremos de nada, jugaremos a las cartas, comeremos patatas fritas. Después caminaré, esta vez en compañía, en dirección a un bar, o a por un shawarma, o a ver una peli tirada en el sofá de la PK. Volveré a mi casa en moto, con el viento zumbándome en los brazos, advirtiéndome que el verano se está acabando (disimulado, despacito, pero se acaba).
Daré un par de vueltas por Internet, y no por vicio, sino porque aquí todo el mundo escribe, y un mundo donde todos escriban es el sueño de un buen escritor (el mal escritor no quiere que le quiten protagonismo).
Después me iré a la cama y no podré dormir. Pensaré en escribir y en bailar, en volver a Granada, en quedarme en Málaga, en la playa, en la nieve. Me tumbaré boca bajo para sentir cómo aplasto mis pulmones con mi peso. Intentando acunarme a mí misma como a una niña, repasaré los placeres del día, para ver si así vuelve el sueño de donde quiera que se haya escondido.
Después de pensarlos todos, el mejor será, sin duda, el delicado placer de andar sola.
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