Saturday, February 25, 2006

...va a efectuar su salida en el andén número...

No me gusta viajar. A ver, no me malinterpretéis. Me gusta conocer sitios diferentes, pero odio toda la parafernalia de hacer maletas, ir a aeropuertos o estaciones y trasladar mi cuerpecillo en el tiempo y en el espacio para aparecer en un lugar lejano. Creo que no me importaría viajar si pudiera trasladarme de un lado a otro con un chasquido de dedos, como hacía la boba de Sabrina o como me imagino que hace el bobo de Harry Potter (a quien no leo por principio). Pero arrancarme sin más del sitio donde vivo y plantarme en el lugar de destino me retuerce el espíritu.
¿A qué viene esta reflexión? A que yo no quería que hubiera puente. Estaba yo en Granada toda reconvertida a estudiante modelo y maruja hogareña y, de repente, un puente, y todo el mundo levantando el vuelo de la ciudad como una bandada de aves migratorias. Después de la maratón examinadora me apetece estar en casa, con mis compañeras; salir, claro que sí, salir de tapas, y al cine, y de cervezas, y de copas... pero por favor, en una sola ciudad. Eso de andar haciendo y deshaciendo maletas no me sienta bien.
A cuenta de esto, me pregunto qué narices hago yo, en ese caso, estudiando fuera. Hace tres años yo sólo viajaba un par de veces en todo el curso: a Madrid a ver a mi familia y, con suerte, algún viajecito del colegio o un fin de semana en Cádiz con mis tíos hippies. Luego se me ocurrió la brillante idea de largarme a Barcelona, imagino que seducida por demasiadas contraportadas de libros que hablan de "empezar una nueva vida" o de "huir en busca de su destino", y mi vida se convirtio en un hacer y deshacer una maleta negra que, por cierto, tiene la manía de no sostenerse de pie y es tremendamente incómoda. Para ir de Barcelona a Málaga tenía que hacer un trayecto de media hora del campus de la Autónoma a Plaza Catalunya, otra media hora de allí a El Prat y luego, con el consabido intermedio de una horita entre facturación y embarque, otra hora y media más hasta Málaga. Un maldito infierno. También iba a Pamplona, y entonces tocaba arrastrar la dichosa maleta negra de la Vila a Plaza Catalunya, de allí a Sants y luego aguantar siete benditas horas y media (que dentro de lo que cabe no estaban mal, puesto que yo viajaba hacia El Amor; peores eran las de vuelta) hasta llegar a Pamplona. Recuerdo cómo se iba apagando la luz a través de las llanuras desiertas de Aragón, y cómo era ya noche cerrada cuando parábamos en Tudela y yo miraba las casas grises y húmedas a través de mi ventanilla y pensaba que vivir allí no debía de ser nada divertido.
Ahora que estudio en Granada es todo más fácil: veinte minutos de autobus urbano (aplastada, eso sí, entre doscientos estudiantes con maleta que se han apañado para apiñarse todos en el vehiculo) y una hora y media hasta mi hermosa ciudad maritima, sin necesidad de reservas de billete o de cancelaciones a última hora. Pero creo que, en el fondo, no hay tanta diferencia entre mis odiseas catalanas y los aceptablemente cómodos viajes Granada-Málaga. Para ambos tienes que sacar las raíces del suelo y transplantarlas a otra tierra. Ambos implican que no eres del todo ni de un sitio ni del otro, que no perteneces demasiado a ninguna parte. Cuando yo iba a Pamplona y paseaba de la mano de Funes protestando por la lluvia, miraba a todos aquellos pamploneses tan serios y tan del norte y envidiaba su pertenencia a la ciudad. Seguro que ellos no se planteaban traslados intempestivos como los que yo parecía verme obligada a hacer a todas horas. Ellos, igual que yo había hecho toda mi vida en Málaga, eran de allí, de Pamplona; esa noche irían a sus casas, se acostarían, y a la mañana siguiente saludarían al portero, llevarían a sus hijos al colegio, irían a trabajar y así por los siglos de los siglos. Yo, en menos de cuarenta y ocho horas, tendría que meter mi vida de fin de semana en la, insisto, molesta maleta negra y hacerme casi ocho horas semidormida en un bus nocturno hasta llegar otra vez a Sants.
Claro que me gusta estudiar fuera, no os creáis, aunque a veces me dé la sensación de que no hago más que lavar platos. Me gusta, sobre todo, saber que estoy construyendo mi vida como hace una araña con su telita y que puedo hacerlo exactamente a mi manera. Me gusta poder decidir cuándo me levanto y cuándo me quedo en la cama, con quién salgo, a quién dejo entrar o con quién me acuesto. Pero ya he decidido que de mayor me asentaré en algún lugar (no necesariamente Málaga; la verdad es que no descarto ninguna ciudad, ni ningún país), echaré mis raíces y sólo saldré de allí para ver a mis padres en Navidad, como los americanos, o tal vez para hacer algún viaje cultural/exótico a algún lugar no demasiado masificado del planeta.
Y quien quiera verme, que viaje él.

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