Wednesday, September 21, 2005

21-S

Hoy es el Día Mundial del Alzheimer, y en la asociación donde estoy de voluntaria llevamos semanas preparándolo. Hemos vendido pulseritas y bolsas perfumadas, hemos colgado pósters y se ha preparado una cena de gala para socios. Los enfermos, cada uno a su manera, han pintado cuadros para hacer una exposición: cuadros coloridos y torpes, como los de los niños pequeños, con casas, árboles y estrellas de mar.
Yo (concretamente, como diría Elvira Lindo)llevo varios días pensando qué escribiría en el post de hoy. Quería hacer ver lo dañina que es la enfermedad y lo necesarias que son las ayudas. Quería contaros que el trabajo allí es bonito, aunque a veces estés media hora para ayudar a uno de ellos a recortar una línea recta y te preguntes “¿qué coño hago yo aquí en vez de estar en la playa?”.
No sabía cómo hacerlo sin caer en el sentimentalismo fácil, en el “oh-oh-qué-buena-soy” o en la reivindicación socio-revolucionaria. No me gusta escribir sobre este tipo de temas por lo mismo que no me gustó Mar Adentro: porque me parece tramposo hacer literatura, o cine, o lo que sea, sobre algo que tiene una carga moral tan grande. Opino que se confunde el juicio moral con el que merece la calidad de la obra, nos hacemos la picha un lío y acabamos con catorce Goyas de más en el bolsillo… pero bueno, ese es un tema polémico en el que no me quiero meter ahora :S
Así que he decidido limitarme, sencillamente, a contaros cómo son mis abuelitos. Todos sabemos que el Alzheimer es una enfermedad dolorosa. Creo que hasta el menos empático puede imaginarse lo que significa ir perdiendo las facultades a lo largo de diez o doce años y acabar sin saber, como decía Antonia, ni que estás vivo, haciéndote tus necesidades encima y teniendo que ser alimentado con una jeriguilla. Eso duele. Le duele al paciente, le duele a su familia y le duele a cualquiera que pase por ahí. Pero mis abuelos no son sólo pacientes. Son personitas. Tienen la enormidad de una vida entera dentro y no te la saben explicar, pero se les cuela en las miradas y en los gestos. Tendríais que ver cómo se esfuerzan en hacer sus trabajos, aunque les tiemble la mano al agarrar el boli. Cómo se disculpan cuando te preguntan y cómo sonríen cuando les dices lo mucho que te gusta lo que han hecho. Algunos de mis abuelitos tienen, lo juro, sonrisas que iluminan aceras enteras.
Como Victoria, que se me acerca y me dice “guapa” con los enormes ojos azules muy abiertos y el pelo blanco formando una especie de aureola en torno a su cabeza… la misma Victoria que aprieta los lápices de colores en la mano porque teme que se los vayan a quitar, y gruñe y protesta cuando se los cogemos para guardarlos.
O Carmen, que te cuenta varias veces al día las mismas historias, con las mismas palabras y riéndose exactamente en los mismos sitios. “Mi marío… mi marío era mu gueno, pero to era pa sus hijos… y a mí, si yo le pedía un vestido, me compraba tres que cuando me los ponía me se quedaban antiguos. Así que yo me enfadé y no me acosté más con él… - hace una pausa y se inclina hacia mí como para decirme un secreto -. Aluego me arrepentí, pero como a los arrepentíos son a los que quiere el señor…” y se ríe, irreverente, bamboleando su enorme tripa y sus carrillos mofletudos.
O Mario, que me da abrazos de oso y me dice “Te quiero musho”, así, con “sh”, y me pone carita de cachorrillo para que le de doble ración de aperitivo.
O Juan José, que gruñe todo el rato y apenas se le entiende, pero siempre acaba los gruñidos con una sesión de sonrisas, como diciendo “si yo no soy malo y tú lo sabes, si yo no le haría daño ni a una mosca”… (que no es lo que dice, porque no sabe, pero es lo que quiere decir, porque yo lo sé).
O Rafaela, que se ríe y mueve la lengua hacia ambos lados de la boca en una mueca inverosímil, y dice “la leshe que te dieron” en voz muy bajita cada vez que la levantamos para que haga un poco de gimnasia.
O Juana, que me llama “preciosa” y me abraza, pero a veces se pone triste y no sabemos muy bien por qué.
O Juan, al que en su pueblo llamaban “el Bonito”y que te mira sabiendo que él, aunque sea diabético, apenas pueda escribir y ande con bastón, alguna vez fue “El Bonito” y, en algún lugar bajo su gorra gris, lo sigue siendo.
O Paco, que no es capaz ni de distinguir un color de otro, que apenas puede colorear, que casi no puede ni hablar y que, sin embargo, a veces sonríe.
O el otro Paco, que sabe en qué consiste su enfermedad y lo que le espera, pero se toma cada mañana tan en serio como si fuera su primer día de colegio.

Siguen teniendo cualidades de persona. Pueden estrujarte el corazón o alegrarte la mañana. Pueden ser adorables y aborrecibles, gruñones, juguetones, retorcidos y dulces. Y no me estoy haciendo la buena si os digo que cuando voy allí lo hago más por mí que por ellos.
Yo sé que este post es de los que vais a leer a saltos, si es que lo leéis… De esos que tienen poco gancho, poca calidad literaria y demasiado sentimentalismo.
Pero qué queréis que os diga. Yo tenía que hacerlo.

(Y hoy, para no variar, se me quedan cortas las palabras)

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