Sunday, April 10, 2005

What a girl wants (o gracias por aguantarme)

Él no es. Él no es un caballero, ni siquiera un poquito. No muestra ningún interés por cederme el paso, por ayudarme cuando llevo peso, por cogerme a caballito cuando me duelen los pies. Cuando llegamos a una tetería donde sólo hay una carta, la agarra y se pone a leerla mientras yo aguardo aque acabe, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Se bebe entera la botella de agua que llevo en el bolso y se zampa enteros los platos que se supone que compartimos.
Tampoco es detallista. Si yo digo que me gusta algo de una tienda, él no espera a que nos hayamos ido para regresar y comprármelo, y cuando salimos de allí no vuelve a acordarse del tema. Aunque yo le especifique claramente “ése es el regalo que quiero” para mi próximo cumpleaños, navidades o aniversario, él lo olvida y me obsequia con cualquier detalle típico que no le haya requerido muchos quebraderos de cabeza. No me regala flores, se olvida de enviarme mensajes bonitos a media mañana y sólo me ha escrito una carta y dos emails (tras infinitud de súplicas por mi parte) pese a mi devoción por la palabra escrita. Cuando dormimos juntos, nunca jamás se levanta antes de que yo lo haga, no me trae el desayuno a la cama y aún no le he sorprendido mirándome embelesado mientras duermo. De hecho, a veces yo me levanto, le arrastro literalmente fuera de las sábanas y él vuelve a acostarse aprovechando que me estoy duchando o preparando el desayuno. Le he recomendado ilusionada cinco o seis libros, de los cuales aún no ha leído ni uno, pese a que yo he escuchado con un esfuerzo encomiable los extraños temas de rock sinfónico que le gustan a él. Le he hecho todas estas recriminaciones del orden de seis o siete veces cada una y, aun así, sigue haciendo lo que le da la real gana.
Sin embargo. Sin embargo, me hace masajes cada vez que se lo pido, e incluso a veces sin que se lo pida, y casi nunca me pide otro a cambio. Me deja trastearle los puntos negros de la nariz sólo para que me anime cuando estoy tristona. Siempre es puntual, y no se queja cuando llego tarde y le tengo diez minutos esperando en la puerta de su casa. Viene a verme cuando no tengo ganas de salir, y sube con sus delicados pulmones de asmático la larga cuesta de mi urbanización sin una protesta. Cuando tiene dinero se empeña en invitarme a cenar, aunque luego tenga que invitarle yo a él durante un par de días.
Si me mosqueo por cualquier tontería no se enfada; me sienta en un banco y me abraza y consuela hasta que se me pasa. Ha aguantado más horas que nadie de llantinas telefónicas y de crisis existenciales. Me escucha siempre, y nunca ha dicho “qué chorrada” a ninguna de mis estúpidas ocurrencias. Se interesa por todo lo que le cuento, e incluso me soporta cuando hablo de etimología y de las apasionantes relaciones entre el castellano, el catalán y el latín. Contesta a todas mis preguntas, incluso a las más surrealistas, del tipo de “¿nunca te has planteado que no sentirás nunca lo que es estar embarazada?”. A mis diatribas cabreadas contra el Sistema, él opone siempre su sensatez y su inquebrantable optimismo. Pone su música extraña, pero pasa las canciones que piensa que no van a gustarme. Vigila que no venga nadie cuando tengo que hacer pis en algún sitio público y no protesta cuando tiene que levantarse en mitad del cine para que yo vaya al baño. Le da igual la depilación, no me controla el ciclo menstrual, no le importa que me ponga lo mismo dos días seguidos y siempre me dice que estoy preciosa. No hace caso de mis tiquismiteces, me deja elegir dónde ir cuando quiero y, si no tengo ganas, elige él.
Y, sencillamente, me da igual todo lo que he escrito en el primer párrafo, porque él está tan lleno de bondad, y la derrama de tal manera sobre mí, que el ligero despiste que le envuelve entero apenas se nota debajo de todo ese cariño.
Me conoce y, aun así, me quiere.
(Yo a él le adoro y, excepto "gracias", no me queda más que decir)

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