Saturday, April 09, 2005

El mejor amigo del hombre

Aquí va un cuentecillo, el primero que escribo completo desde hace mucho tiempo. Gracias a Analena, que me dio la idea mientras tomábamos el sol en las escaleras de la facultad.


Le gustaba trabajar en la caja rápida, donde la gente compraba pequeñas agrupaciones de objetos que, muchas veces, no tenían nada que ver entre sí. Detergente, melocotones y un par de botellas de agua mineral con gas. Yogures desnatados, crema suavizante, preservativos y latas de atún. Ella iba agarrando los productos uno por uno y pasándolos por el lector de códigos de barras. Aunque la costumbre había terminado por mecanizar el gesto, a veces podía sentir vivamente la energía de cada objeto cuando lo cogía. Tocaba las lisas paredes de las latas y algo vibraba en ella: “esto es una lata”, luego cogía el bote de champú, “esto es champú” y acariciaba, a través de las delgadas bolsas de plástico de la frutería, la piel lisa de los tomates.
Con cada cliente se preguntaba qué era lo que había hecho que esa persona llegara allí aquel día a comprar justamente eso. En qué punto la necesidad de jamón york, de comida para gatos o de coca cola light se había vuelto tan acuciante que no había tenido más remedio que bajar al supermercado. Había estudiantes que llegaban de la universidad con las carpetas en la mano, o mujeres que acababan de salir del trabajo y aprovechaban para completar la despensa antes de volver a casa.
Aquella tarde estaba muy cansada, y el terral que había soplado durante todo el día hacía que se le pegase el cabello a las sienes. Cuando le vio llegar a él, le hizo gracia su aspecto. Era, a todas luces, un hippie. No uno de esos estudiantes que visten con pantalones anchos y camisetas desteñidas, sino un verdadero "perriflauta”, como les llamaba Manolo, su novio (“ya sabes, porque siempre van con el perro y con la flauta”), de ropa incoherente, barba y pelo largos y con un par de cordones de cuero rodeándole el cuello. Cuando llegó su turno y se acercó a ella, la cajera se dio cuenta de que olía bien, pero no se le escapó la ligera pátina de suciedad inevitable que le cubría entero.
Esta vez se fijó atentamente en la serie de productos que se llevaba el chico. Un par de bolsas enormes de pasta barata y sus correspondientes bricks de tomate frito. Puré de patatas, leche, media docena de huevos, aceite y un paquete de pechugas de pollo. Pura cobertura de necesidades, sin un capricho. Al final de la fila, en equilibrio sobre la cinta, había un paquete grande de comida barata para perros.
Ella pasó uno por uno los alimentos por el lector.
- Diez con sesenta y nueve, por favor – dijo al final, esforzándose por evitar la vocecilla nasal que desarrollan de forma casi inconsciente las cajeras de supermercado.
Él sacó del bolsillo un billete de cinco y varias monedas.
- No me va a llegar – la miró y esbozó una sonrisa tímida -. ¿Te importa que saque la moneda del carro?
La fila de gente detrás de él resopló como un solo organismo vivo. Ella sonrió y asintió con la cabeza.
- Gracias, guapa.
Le siguió con la vista mientras él empotraba el carrito en la hilera, junto a la puerta del local. En el exterior, un perro delgaducho y pardo estaba tumbado, amarrado a una farola. El animal levantó la cabeza en cuanto vio la figura de su dueño, que le hizo carantoñas como a un niño chico mientras sacaba el euro del carro. Volvió a la caja y recontó el dinero.
- Nueve con noventa… Sigo sin tener.
- Bueno – ella estaba un poco aturdida -. Puedes dejar algo.
El chico rebuscó entre las bolsas, donde entretanto ella había guardado los comestibles. Parecía indeciso. La cajera sintió cómo calibraba en la mente lo que supondría la pérdida de cada uno de los alimentos. Finalmente, el chico suspiró y sacó el paquete de pechugas de pollo. Ella arqueó las cejas y volvió la cabeza hacia el perro, que dormía tranquilamente la siesta al sol de media tarde. Las personas de la cola continuaban revolviéndose. “Pues vaya con la caja rápida”, protestaba una anciana que llevaba dos barras de pan y un brick de leche.
Ella cogió el pollo. Podía sentir su tacto blando y frío bajo el envoltorio. Luego miró al muchacho, que le tendía sonriente el dinero y esperaba la vuelta. Finalmente, rebuscó en el bolsillo de la camiseta de uniforme, el que llevaba la chapa con su nombre, y sacó una moneda de euro.
- Llévate el pollo – le dijo al chico -, yo te invito.
Sintió un ligero estremecimiento. Manolo iba a refunfuñar cuando se lo contara. Era de los que pasaban al lado de ese tipo de gente y les miraban con desprecio por no estar trabajando en algo decente.
- Vaya… - el chico dudó un momento, pero no mucho rato. Tal vez llevaba mucho tiempo sin comer carne -. Pues muchas gracias, bonita.
La cajera sonrió y le tendió el ticket y la vuelta. Confundido, él lo guardó todo en el bolsillo y salió del súper. Ella se dio más prisa en los clientes que iban detrás, sin apenas mirarles a la cara, porque había perdido mucho tiempo y la cola llegaba ya hasta el pasillo de perfumería.
Aquella noche salió a eso de las diez, después de hacer caja y cambiarse. En el exterior, la noche era húmeda pero cálida. Mientras se subía en la moto, detrás de Manolo, pensó en el chico y en su perro, que aquella noche no tendrían problemas para dormir al raso.

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