Saturday, April 23, 2005

Mirón

A Jorge le gustaba observar a la gente. No era escritor, ni artista, ni psicólogo; no hacía nada con los datos que registraba a lo largo del día sobre los que le rodeaban. Le gustaba el simple acto de prestar atención a las historias que ocurrían; pensaba que las personas, como los libros, están hechas para ser leídas, para que otros intentemos comprenderlas. Para él contemplar a la gente tenía sentido más allá de sí mismo. Pensaba que su atención transformaba las vidas de los demás, que su mirada reavivaba la existencia ajena y le daba un significado que iba más allá del simple acontecer de las cosas.
Era un buen novio. Tuvo muchas parejas medianamente estables, y al principio todas se quedaban encantadas por su capacidad de mirar, de escuchar. Él las repasaba de arriba abajo y sentenciaba: “estás triste” o “te has cortado el pelo” o “me gusta la forma en que bebes café”. A las mujeres, ya se sabe, les conquista ese tipo de detalles. Las relaciones empezaban a tambalearse cuando ellas se daban cuenta de que no eran el único objeto de sus miradas; cuando llegaban, una tarde, con una frase trascendental del tipo de “tenemos que hablar” en la punta de la lengua y él las interrumpía diciendo algo como “¿te has fijado en aquella pareja? Ayer estaban discutiendo, pero parece que hoy se han reconciliado”. Entonces ellas, celosas, se enteraban de que no eran más que otro personaje en el libro de humanidad que Jorge leía continuamente.
- Pero ¿por qué te importa tanto? - le había preguntado exasperada Diana, su última novia, poco antes de dejarle.
- Las personas son como libros – comenzó él; ella bufó y Jorge se vio obligado a apartarle el pelo de la cara y preguntarle, en tono dulce, si ella no sabía que era lo más importante para él en este mundo mientras, por el rabillo del ojo, miraba la extraña forma en que un hombrecito cetrino echaba azúcar en el café.
Así que, dadas las circunstancias, muchas veces Jorge estaba mejor solo. Se emparejaba con facilidad, porque estaba siempe buscando a alguien que, como él, se fijara en lo cotidiano más atentamente que en las series de televisión, pero cuando volvía a convertirse en una decepción para una chica, Jorge aprovechaba la soledad. Se iba al parque, a tomar un café, a pasear o a coger autobuses sin intención de ir a ninguna parte.
Jugaba a su juego favorito, al que llamaba “y si no”. Cuando echaba un primer vistazo a alguien, su mente elaboraba una rápida historia sobre esa persona, basada generalmente en estereotipos fáciles. Veía a un chico grandote, con camisa y jersey, con la raya al lado, leyendo a Noah Gordon en la parada del autobús. “Ya está – pensaba -, estudia Medicina y está leyendo “El Médico” porque le han dicho que es una especie de Biblia para la profesión”. Entonces parpadeaba. “¿Y si no?”, se preguntaba a sí mismo. “No le ha dado la nota para entrar en Medicina, y relee “El Médico”, la novela que le dio ganas de hacer esa carrera desde hace años, mientras metaboliza la frustración de haber tenido que meterse en LADE”. “¿Y si no?” “Entonces… le da igual la medicina y Noah Gordon, pero se ha enamorado de una amiga de su compañero de piso que sí estudia para ser médico, y quiere impresionarla. Es grandote y tímido, y piensa que hablando de literatura le seducirá con más facilidad que guiñándole un ojo o bailando con ella”.
Como veis, Jorge no se aburría.
Su última chica, Victoria, prometía. Era poetisa. Como mirón inactivo, Jorge sentía un profundo respeto hacia quienes sí eran capaces de hacer algo con la capacidad de observación, de cocinar algún tipo de producto final con los ingredientes que él sólo olfateaba hasta la saciedad. Pensó que una poetisa sería idónea para él, que hablarían durante todo el día de la gente: del frutero de su calle, que regalaba mandarinas a las estudiantes; de aquel campanero de Baza que había sido denunciado por contaminación acústica y que se negaba a dejar de seguir dando los cuartos con ruidosa cabezonería; de los padres jóvenes que caminaban aturdidos empujando los carritos de sus hijos.
Victoria, sin embargo, no compartía sus planes. Era pequeña y delgada hasta la transparencia, con el cabello teñido de rojizo y los ojos emborronados de rimmel. Le gustaba coleccionar hojas de árboles y fotografiarse desnuda en blanco y negro, destacando los contrastes de las sombras que se derramaban desde sus escasos montículos de carne. Sus poesías solían empezar con “mi” y contener siempre las palabras “alma”, “corazón”, “suicidio”, “rota”, “dormida”. Este es el primer poema que le leyó a Jorge:

Frío
Mi alma está helada
Es invierno y
Llueve…
Me duele el corazón,
Como si se hubiera suicidado
Por anticipado
Pequeña
Sola
Recorro con el dedo los cristales helados
No podrá salvarme sino la primavera


A Jorge le emocionó. Además, venía acompañado de una de las mencionadas fotografías, en la que el cabello de ella se derramaba oscuro sobre sus pechos. Él creyó que era maravillosa, que tenía una sensibilidad que nadie había visto desde… desde… Sylvia Plath, pensó, aunque no había leído mucha poesía femenina. Tenía la sensación subterránea de que la originalidad no era su punto fuerte, pero estaba enamorado y poseía una foto artística de su chica desnuda, así que se calló.
En las primeras semanas, hacían el amor fascinados y ella recitaba poemas mientras estaban desnudos, tumbados sobre la cama. Más tarde, cuando la pasión del principio dio paso a una relación más reposada, Jorge se atrevió a sugerirle temas para sus poesías. “Mira a esa chica que llora sola en el cine”, le decía. “Escribe sobre ella”. O bien “¿te has fijado alguna vez en las manos de los mendigos? ¿Por qué no escribes sobre eso?”. Al principio, ella sonreía y seguía leyéndole poemas sobre su alma desgarrada, su corazón herido, su frío hasta los huesos y su eterna depresión post-existencialista. Luego se empezó a mosquear.
- Mira, Jorge – silbaban sus labios pintados de oscuro -, no me digas sobre qué tengo que escribir, porque yo sé muy bien cuáles son los temas que me interesan.
Una tarde, cuando él le señaló a la mujer de la cafetería que iba todos los días a escribir sobre una libreta con ilustraciones infantiles, Victoria montó en cólera.
- ¿Por qué no escribes sobre ella? – le dijo -. ¿Qué pasa, que te gusta más que yo?
En un arranque de espontaneidad propia de una artista, tiró al suelo la cucharilla que sostenía hasta ese momento entre sus manos crispadas y le dijo a la mujer:
- ¡Ey, que mi chico te encuentra más interesante que a mí! ¿Quieres conocerle? Es un poco pesado, pero es buen chaval.
Y se marchó, taconeando con fuerza, mientras Jorge, rojo de vergüenza, toqueteaba las servilletas del bar, observando por una vez sólo sus propias manos.
Le costó un par de semanas de abstinencia calmar a Victoria. Durante un tiempo, se concentró en mirarla sólo a los párpados negruzcos y en escuchar, con toda la atención del mundo, sus poemas, que habían pasado a un plano un poco más alegre con la llegada de la primavera (como prometían sus obras anteriores) y que ahora tenían como tema el renacer de su mutilado corazón.
Está bien, se dijo, tal vez lo mejor con las mujeres sea callarme la boca.
Tiempo después, viajaba en uno de sus autobuses a ninguna parte y se quedó mirando a una familia que se sentaba junto a él. La madre sostenía a una niña con un vestido de flores y un lazo en el pelo. En el asiento delantero, el padre llevaba en brazos a otra niña vestida exactamente igual que la primera, y tan parecida que Jorge creyó que eran gemelas durante un rato. Después la que estaba con la madre empezó a canturrear, y Jorge se dio cuenta de que era mayor que la otra, que sólo balbuceaba.

Quiero mucho a mi papá
Quiero mucho a mi mamá
Quiero mucho a mis hermanos
Pero a Ti te quiero más,


Jorge supuso que se refería a Dios. La niña tenía una extraña nariz triangular, pero cuando eres pequeño no te importa demasiado la forma de tu cara, así que parecía feliz mientras canturreaba, una y otra vez, la misma letrilla.
Al día siguiente, Jorge había quedado con Victoria en la cafetería. Ella traía un papel arrugado en el que había escrito “Renacer IV”, su última contribución a la literatura contemporánea. Cuando desgranó, conmovida, la última palabra (muerte), Jorge suspiró profundamente.
- ¿Sabes una cosa? – le dijo entonces -. Tengo una canción para ti. La aprendí ayer en el autobús.
Ella le miró, con las cejas arqueadas y tamborileando con las uñas en la mesa.
- ¿Sí? Vaya…
- ¿Quieres que te la cante?
- Mmmm… Claro.
Jorge cantó en voz baja, para no llamar la atención, pero despacio y procurando vocalizar bien, mirándola a los ojos para que ella supiera que era a ella a quien quería más.
Cuando terminó, hubo unos segundos de silencio. Jorge atendió a los movimientos de la cara de ella. Victoria frunció el ceño, entrecerró los ojos y sacudió la cabeza, disgustada.
Al cabo de unos días, Jorge merodeaba otra vez solo por la ciudad. Seguía observando, pero esta vez buscaba algo distinto. Busco a una mirona, se dijo.

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