Thursday, April 14, 2005

Esperanza

Esperanza venía a la panadería cada mañana, como casi todas las clientas. Era una señora mayor, recia, con el cabello teñido de castaño y los ojos azules. Todos los días hacía el mismo pedido acompañado de las mismas palabras: bonita, pónme una baguette integral, para mí; otra normal, para mi marido, y una bolsa de chucherías para los nietos. La dueña de la panadería me había dicho que el marido de Esperanza se estaba muriendo de cáncer, y que los hijos y los nietos venían a visitarle casi cada día. “Son una familia muy unida”, me había dicho Obdulia. Las hijas adoran a su padre, no sabes el golpe que va a ser cuando al pobre se lo lleve el Señor”.
Desde que me enteré de la historia, procuraba servir a Esperanza con mucha dulzura, con mi mejor sonrisa, y le pesaba las chucherías para los nietos levantando un poco la bolsa para que el peso marcara menos. Ella las recogía y me miraba agradecida, con los ojos un poco húmedos y apretando las uñas romas contra la bolsita de plástico.
Una mañana, Esperanza no vino. “Se murió su marido – me dijo Obdulia -, pobre mujer”. Yo la miré con una mezcla de lástima y de asombro, sin entender cómo demonios podía enterarse de los cotilleos del barrio una mujer que pasa desde las cuatro de la mañana metida en el obrador. Unos días después, Esperanza volvió, esta vez vestida de negro y algo llorosa, a comprar una sola barra de pan.
Cuando le envolví la baguette en papel de estraza y se la entregué, ella se quedó por unos momentos pensativa y en silencio. Tenía el pelo aplastado, y podía verle las raíces grises en la frente y las sienes. Apoyó el brazo en el cristal del expositor y suspiró.
- Le echo tanto de menos. Me dijeron que estaba malo y no me lo podía creer. Mi Pepito se me moría.
La miré y asentí en silencio. Esperanza no era de las que cuentan su vida cada vez que vienen a comprar el pan; se limitaba a pedir lo que quería, a sonreírme y a hacer un par de bienintencionados comentarios sobre el tiempo, que para ella nunca era malo, porque “lo envía el Señor, y ¿cómo iba a enviar Él algo que fuera malo?”.
- Yo le cuidé hasta que se murió, ¿sabes? Yo sola. Mis hijas venían a verme y me ayudaban con la casa, pero a mi Pepe no le tocaba nadie nada más que yo. Me compraron un cacharro para la bañera, una especie de sillita, y hasta podía bañarlo yo sola. Pesaba lo suyo, pero aún estoy fuerte, gracias a Dios.
Suspiró otra vez y se secó las lágrimas con la punta de los dedos. Lloraba como lloran los ancianos, sin apenas mover la cara.
- Yo le decía: “no te mueras, Pepito, por favor. Quédate conmigo, que a mí no me importa cuidarte, de verdad, que yo te cuido siempre si hace falta”. Y él me sonreía, porque era más bueno… Era buenísimo, nunca se quejó, ni siquiera al final.
Desde que había empezado a hablar no había entrado nadie en la panadería, y sólo estábamos yo, que no era capaz de encontrar ninguna frase hecha que decir, y Esperanza, aferrada a su baguette integral y con las lágrimas surcándole las arrugas de la cara como en un estuario.
- Nunca hemos necesitado mucho para ser felices. Paseábamos por la calle de la mano y estábamos bien.
Se secó las lágrimas, esta vez con el puño de la rebeca negra, y me miró como si no me hubiera visto nunca.
- Anda, bonita, ponme también una bolsita de chucherías. Para los nietos, ya sabes.
Le serví con generosidad: platanitos, moras, dedos con picapica, dentaduras y habichuelitas de colores.
- Ande, tenga, doña Esperanza, que no se lo cobro, que esta mañana no está doña Obdulia por aquí.
Ella me miró y sonrió un poco, mientras examinaba de soslayo el surtido que yo había elegido.
- Muchas gracias, hija, qué apañada eres.
Y se marchó, con su pequeña barrita de pan y su bolsa de azúcar colorida, caminando a pasos lentos como un astronauta que intenta andar por la luna.
Si Obdulia hubiera estado allí aquella mañana, no le habría dado las chucherías a Esperanza, porque ella sabía que los nietos habían vuelto con sus padres a Córdoba, donde vivían, y ya no podían visitar a su abuela. Obdulia, que lo sabía todo, sabía también, por supuesto, que Esperanza era diabética, y que por eso sólo compraba pan integral. Así que cuando Esperanza dejó de venir a la panadería, esta vez ya definitivamente, yo intenté entristecerme, pero no pude dejar de pensar que su Pepito, tan solo como ella, seguro que se alegraba.

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