Saturday, April 22, 2006

Hector y Musa (II)

Musa parecía divertida ante su sorpresa.
- Es un guarda-historias. También se le llama “la bolsa de Clío”, la musa de la épica. Muchos escritores famosos la han tenido alguna vez. No me está permitido decirte sus nombres, porque los desprestigiaría, pero si tú supieras cuántos narradores se han servido de este artilugio… - acarició la bolsita casi con cariño y la puso en las manos de Héctor.
- ¿Y cómo funciona? – el entusiasmo volvía a inundar al chico, mientras trataba de averiguar qué escritores la habrían utilizado alguna vez. ¿Shakespeare? ¿Cervantes?
- Te explico… ¿ves a esa pareja de ancianos de allí? – Musa se acercó un poco a donde estaba Héctor y señaló a dos viejecitos sentados en un banco, a unos diez metros de distancia.
- Ajá.
- Muy bien. Míralos con mucha atención.
Héctor entrecerró los ojos por el brillo del sol y fijó la vista en los ancianos. No parecían hacer nada en especial; él leía un periódico acercándoselo mucho a los ojos y ella tenía la mirada perdida mientras apoyaba una mano en la rodilla de él.
- No veo nada – protestó.
- Mira bien.
Entonces lo vio. Entre los dos viejitos flotaba una bola diminuta, del tamaño de una canica grande, traslúcida y brillante como una pompa de jabón.
- ¿Qué es eso?
- Abre tu bolsa y lo verás.
Héctor desenganchó torpemente el cordoncito y abrió la bolsa con las manos. Como impulsada por una extraña atracción magnética, la burbuja se elevó, voló en dirección a donde estaban sentados y se introdujo en ella.
- ¡Vaya! – Héctor miró en el interior de la bolsita para ver mejor la burbuja - ¿Y ahora qué?
- Verás…
Musa metió su delicada mano en la bolsa y sacó la bolita.
- Tienes que hacerlo con mucho cuidado, porque se escurre…
La colocó en la palma de su mano y la puso frente a los atónitos ojos de Héctor.
- Obsérvala con mucha atención.
De pronto, la burbuja comenzó a hincharse lentamente hasta adquirir el aspecto de una bola de cristal, como la que usan las pitonisas y los adivinos. En el interior, como en la pantalla de un televisor, estaban los dos ancianos del banco en lo que parecía un saloncito antiguo, de casa de abuela.
- ¿Qué hacen? – preguntó Héctor.
- Shhh… atiende y verás.
Al principio los viejitos permanecían inmóviles, con el tono azulado de un televisor reflejado en sus caras arrugadas. Entonces la anciana se levantó y comenzó a increpar a su marido señalándole con el dedo. Las voces se escuchaban muy bajito, pero Héctor creyó entender que el anciano estaba haciéndose pasar por viudo y tirándole los tejos a una señora del hogar del jubilado, sin importarle un comino que su santa esposa estuviera aún vivita y coleando. Él se defendía, alegando que en toda su vida sólo había conocido a una hembra (“¡una!”, repetía indignado, levantando el índice frente a las narices de su mujer) y que tenía ganas de probar cosas nuevas. Ella contestaba que a los sesenta y cinco años ya se le había pasado un poco la edad de innovar. Y así prosiguieron durante un rato, mientras Musa y Héctor les observaban sin poder evitar reírse a carcajadas. Al cabo de unos minutos, la burbuja se deshizo en el aire, reventando suavemente con un “cling” de campanilla antigua y dejando unas motas de polvo plateado flotando en la brisa.
- Vaya… - dijo Héctor -. Ha sido alucinante.
En su cabeza se estaba dibujando a toda velocidad un cuento sobre la pareja de ancianos. Sería un cuento estupendo, con humor, con tragedia, con amor. Casi tenía ganas de despedirse de Musa e irse a casa a escribirlo.
- Tranquilo – dijo ella, como si le hubiera leído el pensamiento – ya tendrás tiempo. Ahora lo importante es que comprendas cómo funciona la bolsa. Puedes llevarla contigo todo el día. Tendrás que estar muy atento para ver las historias porque, como has visto, las burbujas son bastante pequeñas. Una vez que caces alguna, la tendrás a tu disposición y podrás ver la historia cuando estés a solas como lo hemos hecho ahora con los ancianos. Sólo podrás verlas una vez, pero creo que será más que suficiente, ¿no?
Hector asintió.
- Creo que lo he entendido bien.
- De acuerdo – Musa sonrió, satisfecha -. Hay algunas reglas respecto a la bolsa.
“Siempre hay reglas cuando te entregan un objeto mágico - pensó Héctor, recordando los cuentos que había leído de niño - Normalmente la gente no las respeta y pierden su don, pero a mí no va a pasarme eso”. Miró a Musa con atención, dispuesto a registrar esas reglas en su cabeza y a no romperlas bajo ningún concepto.
- Primera regla: no hablar a nadie de la bolsa. Por una lado, porque nadie te creerá, ya que las burbujas sólo podrás verlas tú. Por otro, porque si lo haces, desaparecerán la bolsa y tu don, y no volverás a verme nunca.
- Entendido – Héctor ponía cara de niño que está aprendiendo la lección.
- Pero no te pongas tan serio, hombre, que eso no va a pasar – Musa rió -. Simplemente tengo que advertirte. Es como un protocolo.
- Ya, ya, comprendo.
- Segundo, utilizar esas historias sólo para escribir sobre ellas. No podrás hacer uso de la información que recibas para aprovecharte de la gente, ni siquiera para intentar ayudarles. Es ficción, sólo ficción, y así es como debes tratarla: como si saliera directamente de tu cabeza.
- Muy bien – Héctor, que nunca había tenido vocación de buen samaritano, pensó que no le sería difícil cumplir con esa parte del trato.
- Tercero: este regalo tiene fecha de caducidad. No te voy a decir un plazo de tiempo concreto, porque eso depende de ti y del uso que hagas de él. Sin embargo, llegará un momento en el que la bolsa cambiará de color, como un aviso. Pasará de ser marrón oscura, como es ahora, a ser blanca, como mi pelo. En el momento en que eso suceda, deberás venir aquí y nos encontraremos otra vez para que me la devuelvas. Si intentas escapar con ella o si no acudes a la cita, la bolsa desaparecerá, y también todo lo que hayas conseguido con ella: libros, premios, publicaciones… todo.
Héctor asintió con cara seria. Se le ocurrió que en los cuentos las reglas, los deseos, las hadas, siempre eran tres, como en aquella ocasión.
- Entonces está todo claro, ¿no? – Musa parecía una abogada que explica a su cliente con claridad los términos de un trato antes de hacerle firmar al pie de la hoja.
- Como el agua.
- Muy bien. Entonces tenemos que despedirnos – extendió la mano frente a sí y sonrió. Héctor extendió la suya e hizo ademán de estrecharla, olvidando que Musa era incorpórea y transparente como el humo. Ella se rió ruidosamente, tiró un beso al aire y desapareció.

A partir de entonces, todo fue mucho más sencillo para Héctor. Las historias crecías como setas a su alrededor. Le bastaba sentarse, por ejemplo, en el patio del instituto durante el recreo, para ver un montón de bolitas flotando junto a sus alumnos. Las cazaba disimuladamente con su bolsa, y después, una vez en casa, se enteraba de que aquella chica tan buena estudiante estaba embarazada del macarra de la clase, o de que aquel otro tenía que ayudar a su madre en la peluquería y no quería decírselo a nadie, porque le avergonzaba pasarse la tarde barriendo pelo de señora. Otras veces Héctor iba a tomar un café a la sala de profesores y cazaba en forma de burbujas todos los amoríos, los odios y las rencillas que flotaban en el aparentemente bien avenido claustro. Se enteró de que la profesora de educación física, tan alegre y risueña, tenía que cuidar de su madre anciana y a veces hacía complicados planes para acabar con ella y que pareciera un accidente. También descubrió el romance que unía al de filosofía con el de literatura (“estos chicos de letras…” pensó) y el amor platónico de la anciana profesora de latín por el jovencito que daba música en la ESO.
Aunque tenía en su poder los cotilleos más jugosos del instituto, Héctor mantenía la boca cerrada. No cayó en la tentación de comentar la pluma del de filosofía, de aconsejar a la chica de su clase sobre su embarazo o de intentar proteger a la anciana madre de la profesora de gimnasia. Se limitaba a pasar las tardes escribiendo sobre ellos, haciéndolos vivir en la nueva máquina de escribir que se había agenciado poco después de la visita de Musa. Terminó varios cuentos muy buenos y ganó un par de premios provinciales con dotaciones importantes. Sin embargo, para Héctor los premios eran lo de menos; lo importante es que estaba feliz de tener por fin sobre qué escribir, de poder pasar las tardes enhebrando historias como siempre había soñado.
Con la práctica, descubrió nuevas propiedades de las burbujas que Musa no le había contado. Por ejemplo, comprobó que a veces, cuando abría la bolsa en casa y sacaba las bolitas, dos o más se unían entre sí caprichosamente y formaban una nueva historia, más compleja y larga. Otras veces las burbujas no salían de las personas que le rodeaban sino, por ejemplo, de los libros que leía o de las películas que iba a ver al cine. A veces incluso flotaban alrededor de su propia cabeza, y cuando las cogía para mirarlas, le contaban historias de su infancia o fragmentos de su vida que, sin que él se hubiera dado cuenta nunca, eran muy apropiados como material para un cuento.
Mientras más escribía y más confianza en sí mismo iba adquiriendo, con más fuerza volvían a Héctor sus antiguos hábitos. Volvió a dejarse crecer el pelo, se mudó al barrio bohemio de la ciudad y cambió las lentillas por sus queridas gafas de pasta. Su vida sexual, que había decaído bastante como resultado de su crisis artística, renació de entre sus cenizas, y pronto pasaba otra vez la mayoría de las noches acompañado por mujeres preciosas que escuchaban sus cuentos con los ojos muy abiertos.
Al poco tiempo, Héctor se dio cuenta de que no podía pasar la vida escribiendo sobre alumnos y profesores de un instituto de provincias, y comenzó a salir “de caza”, como a él le gustaba llamarlo. Todas las tardes se recorría la ciudad en busca de burbujas mágicas. Iba a las tiendas, a los parques, a los portales. Acudía a conferencias, se apuntaba a excursiones y se sentaba en los bancos de las calles a ver pasar a la gente. Las bolitas estaban por todas partes, y llegó un momento en que tuvo que darse un descanso, porque no daba abasto para escribir la enorme cantidad de historias que acumulaba a lo largo del día.
Después de unos meses de escribir cuentos y ganar premios, Héctor pensó que podía atreverse con una novela. La empezó con una burbuja que le llamó especialmente la atención, y que había recogido de una chica a la que vio en el cementerio, contemplando un entierro desde detrás de un ciprés. Después comprobó asombrado que era como si todas las burbujas que recogía tuvieran que ver de alguna manera con la historia de la chica, uniéndose a ella y agrandándola cada vez más. En apenas un año, ya tenía trescientas páginas de una novela que, si bien no era la obra del siglo, le parecía bastante buena. No tuvo que recorrer muchas editoriales antes de conseguir publicarla, y cuando se quiso dar cuenta, estaba en todas las estanterías de las librerías del país.
La novela cosechó buenas críticas. Todos hablaban de la forma en que Héctor era capaz de enganchar a sus lectores con una prosa brillante y una fascinante manera de manejar a los personajes y las situaciones. “Consigue que los personajes parezcan conocidos al cabo de unas pocas páginas”, decía uno. “Desde el primer capítulo hasta el último, teje una trama que es capaz de quitarnos el sueño durante días”, afirmaba otro. “Sorprendente debut” decían casi todos. El público también acogió muy bien el libro, y al cabo de unos meses, Héctor se encontró con que ganaba suficiente dinero como para dejar su trabajo en el instituto y dedicarse a escribir a tiempo completo.
No se lo podía creer. En poco menos de dos años había conseguido aquello con lo que siempre había soñado: fama, popularidad, reconocimiento. Todo él era pura creatividad, auténtica efervescencia artística. No le daba el tiempo para escribir sobre todo el material que tenía. La gente le paraba por la calle y le decía cómo su hermosa novela les había conmocionado, les había hecho reír y llorar. Concedía entrevistas, acudía a programas especiales y pronunciaba conferencias.
Sin embargo, no todo era felicidad para Héctor. Mientras más tiempo pasaba, mientras mejor le iban las cosas, más miedo tenía a que un día la bolsa se volviese blanca y él perdiera su don para cazar historias. Sabía que era capaz de escribir bien, y que gran parte del mérito de aquella novela era suyo, pero también sabía que no podría funcionar si no tenía la bolsa. Por las noches no dormía pensando en otra espantosa época de sequía, en tardes y tardes sentado frente a su máquina de escribir, tecleando su nombre para desafiar a la insultante blancura del folio. Se fue mustiando poco a poco, carcomido por el miedo; dejó casi por completo la vida pública y se encerró en su casa a mirar obsesivamente su bolsita guarda-historias. Como no salía a la calle, pronto dejó de ver busbujas a su alrededor y se quedó sin temas para escribir. No hacía más que beber whisky y pensar obsesivamente en cómo podría convencer a Musa para que le dejase la bolsa un tiempo más… sólo unos años, hasta que él fuera un escritor consolidado y pudiera dedicarse a escribir artículos insulsos apoyándose en los éxitos ya logrados. Pensó en amenazarle, en suplicarle, en venderle su alma si es que ella la aceptaba.
En esas estaba, metido en una nebulosa de pánico y alcohol, cuando sucedió lo que había estado temiendo tanto tiempo: la bolsa se volvió blanca como el cabello de Musa. Héctor la miró varias veces, se frotó los ojos, la guardó y la volvió a sacar, pero no había error posible: la bolsa era blanca, y eso quería decir que su tiempo con ella se había terminado.

Continuará... me está ocupando más de lo que pensaba, así que he decidido publicar esta parte y dejar el final para el siguiente post. Lo siento ;)

6 comments:

Anonymous said...

Marina! A escribir ahora mismo!
Me está gustando un montón.
Besos.

Ruth said...

No sé cómo será tu final, pero es tentador buscarle un final propio. Con moraleja incluida...
Espero impaciente el resto, a ver si coincidimos.
Quién tuviera una bolsita con burbujas...

Anonymous said...

No lo sientas, Marina. Está muy, pero que muy bien. No tardes en escribir el resto. Aunque la dichosa bolsita me da un poco de miedo. Yo creo que acabaría loco. Imagina, un montón de historias por escribir y días de 24 h. a las que hay que restarle las de sueño, comer, trabajar (en el caso de los pobres como nosotros que no podemos vivir de la escritura), etc. Lo dicho, una "bolsita de doble filo".

Un abrazo.

Ruth said...

Mira, no se me había ocurrido mirar la bolsita de esa manera. Pero tienes razón, creo que tendría pesadillas. "Dios mío, todavía me quedan trescientas cuarenta y tres bolitas, comida con la editorial, presentación de mi última novela y dormir..."

Janario said...

El desprecio a los ancianos y la familia tradicional

Las cosas de la vida

Anonymous said...

Curiosamente poco después de leer este relato estuve leyendo una novela gráfica llamada The Sandman, es bastante famosa (aunque no lo era para mi, soy profana en la materia) y en una de las historias, Calíope, se narra algo parecido... parece que efectivamente, las musas dan lugar a muchas historias ;) Curiosa la diferencia en el planteamiento, y dudo que el final sea parecido aunque... siento curiosidad por ver como acaba todo.