Wednesday, December 07, 2005

Cómo sobrevivir a los mejores años de nuestra vida

Como estoy en la casa familiar, me están dando ataques de adolescencia repentina. Una cree que se está convirtiendo en sofisticada mujer de mundo y se encuentra peleándose con su madre, viendo Dirty Dancing y exclamando a cada rato "qué peliculón, qué peliculón" o abrazándose a su oso de peluche mientras reniega de los tíos.
Mi embarazosa adolescencia me asalta en los olores, en cómo subo y bajo a zancadas las escaleras para coger el teléfono, en las irreprimibles ganas que me están entrando de escuchar Take That. Recuerdo diarios forrados con cubiertas chillonas y candados diminutos, hojas con corazones y velas de colores para hacer sortilegios de amor. ¿Sabéis todas esas series de estúpidas chicas americanas? Bueno, eran bohemias intelectuales a mi lado. Yo fui una adolescente de libro, con amigas íntimas, declaraciones intempestivas y brillo de labios. Ahora, que me creo que me he escapado de todo eso y me he incorporado a un mundo despreocupado de cañas, vaqueros y carpetas bajo el brazo, me encuentro con que me atacan, como ráfagas de viento en una casa mal construida, ventoleras emocionales como las de los quince años. Hay que joderse.
Amor eterno frente a sexo sin compromiso. Tacones y pelo liso frente a zapatillas y el sucedáneo de melena descuidada que llevo ahora. Me creo que he crecido y empiezo a controlar mi vida, pero aún tengo demasiado cercana la época en que me miraba cada día el pecho en el espejo para ver si me había crecido.
Espero que se me pase. Para vacunarme, duermo largas siestas junto a la chimenea, leo a Freud y bebo vino dulce mientras ayudo a mi madre en la cocina (porque no sé si ayudará, pero está bueno).

Al menos, mis sentimientos son mixtos: mitad pava pubescente, mitad universitaria cínica:
Creo que nadie va a quererme nunca, y además
no quiero que nadie lo haga.

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