Llevo varios días con ganas de escribir, con un gusanillo en el estómago de palabras acumuladas. No es ansiedad; es como cuando esperas una ocasión especial (una excursión con el colegio, una cita) y tienes ganas de que llegue pero, al mismo tiempo, quieres aprovechar el mariposeo en el estómago el mayor tiempo posible. Esta mañana, en la facultad, me he sentado sola en la banca y he estado leyendo mientras esperaba a que entrara la profesora. Después he pasado la hora tomando apuntes a medias y escribiendo en la agenda: repasando frases de Extremoduro con el bolígrafo, anotando poemas de memoria o esbozando monigotes en los márgenes. Entonces ha sucedido: se ha formado una burbuja casi tangible a mi alrededor, de materia plateada y traslúcida, en la que estábamos mi pequeño mundo de palabras y yo.
Hacía tiempo que no me sentía así. La última vez fue en segundo de bachillerato, cuando estaba enamorada hasta los huesos de Funes y él me ignoraba olímpicamente. Recuerdo muchas mañanas heladas entre los muros de piedra del colegio en las que yo dejaba que las clases, simplemente, resbalaran, mientras escribía sin saber muy bien qué decir en una hoja que escondía ocasionalmente bajo el libro. Cuando releía aquellos textos en mi casa me encontraba con que no es que no fueran buenos, si no que ni siquiera eran aceptables: pura autocompasión, frases hechas, topicazos sobre el cielo nublado y la desazón matutina. Pero el acto de escribir en sí era cojonudo, aunque el resultado no lo fuera. paradojas de la escritura, porque otras veces creo que estoy escribiendo forzada, que me salen las frases a trompicones, que suena fatal, y cuando lo releo me sale una media sonrisa complacida al ver el resultado.
Es agradable encontrarme en una de esas épocas bsatante creativas, ligeramente teñidas de drama y con las cantidades suficientes de felicidad como para no sufrir sin excusas, sin encanto (que es la peor manera de sufrir). Ahora, por ejemplo, me he sentado en mi terraza, con las manos heladas y el atardecer detrás de las grúas en sombras. No es que esté diciendo nada demasiado importante, aunque sé que no es a mí a quien corresponde juzgar eso, pero me siento bien. El simple hecho de escribir me alivia. Ayer leí una frase en El Desorden de tu Nombre, de Juan José Millás. Decía uno de sus personajes: “los otros, de quienes no entiendo muchas cosas, pero de quienes no comprendo, sobre todo, cómo soportan la vida si no escriben”. Eso digo yo. Me pregunto cómo sobrellevan los demás el mal de amor, la autocompasión, los celos o la comida basura. Sobre el papel todo tiene igual estatus: lo bueno y lo malo quedan al mismo nivel, y son importantes sólo si son interesantes. Se deshace la moralidad a favor de la intensidad y todo deja de ser afortunado o desgraciado para convertirse en material para una historia.
Canta Sabina “Más de cien mentiras” (si os apetece, buscadla y escuchadla; es de mis canciones favoritas. No voy a pegar la letra aquí porque es muy larga… si la queréis, pedídmela y la posteo mañana). Me gusta esa canción porque habla un poco de lo que es la Vida, con mayúsculas, la vida buena y la vida mala, “el morbo, los celos, la sangre /la niebla metida en los huesos/ el lujo de no tener hambre”. Porque no dice que la vida merezca la pena porque existen el Ammor, la Ammistad, las florecitas, los pájaros y las compresas. Como siempre, Sabina va más allá (creo que eso es lo que diferencia a los buenos cantantes/escritores/artistas en general de los malos: que van más allá, que no se quedan donde está todo el mundo, aunque dé algo de miedo aventurarse) y nos habla de todo: de lo admirable, de lo cruel, de lo insólito, del “alma en oferta que nunca vendimos”. Hay amor a los hombres en esa canción, pero amor auténtico, como el que deberíamos destinar a nuestras parejas: no te quiero por lo maravilloso que eres, ni por lo que soy cuando estoy contigo, sino por que eres tú, tan vivo, tan humano, tan imperfecto, con unas virtudes que me encantan y unos defectos que te iluminan, que te vuelven de carne para que yo pueda llegar y tocarte.
Y una va escribiendo y escribiendo, enlazando ideas, llegando a conclusiones que desbaratará en la próxima media hora, cazando pensamientos veloces que cruzan su cabeza en esta tarde de otoño y seleccionando los más bonitos para que los leáis, desechando lo tópico, lo políticamente correcto (también lo incorrecto), la autocompasión, el paternalismo; acogiendo la perplejidad, lo vibrante, lo que parece nuevo aunque seguramente no lo haya sido nunca.
Luego se levantará, cerrará el ordenador, pondrá cara de persona normal y sólo los que vean cómo le brilla una chispa en la esquina de sus ojos miopes sabrán que ha estado escribiendo, como el que va a terapia o como el que tiene citas con amantes invisibles.
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