Habíamos quedado en el Balneario, un bar que han abierto junto a la playa en el viejo edificio de una casa de baños. El interior es absurdo de tan grande, con los techos enormes y las mesitas de coca-cola como perdidas en el suelo. El exterior es una terraza que se abre al mar, rodeada de columnas que en algún momento sostuvieron un gran porche. Como más de un malagueño, estoy hechizada por esas columnas que no sujetan nada, por las grandes piedras rotas, por la belleza que se ha construido a su alrededor sin necesidad de destruir nada. Quieren acabar con él con una reforma urbanística que ya está aprobada, y cada vez que lo pienso me duele como si se estuvieran cargando mi casa. Hasta entonces seguimos quedando allí, tomando café en su terraza, bebiendo cerveza en la playa y sentándonos a mirar atardeceres en la barandilla de piedra.
Jose lleva un rato esperándome. Voy hacia él y pienso que me gusta el momento en que reconoces a la persona con la que has quedado, levantas la mano, sonríes y caminas hacia ella. Paseamos por el antiguo camping hasta la playa que hay junto a los astilleros y nos sentamos con unos chicos pseudohippies: pies descalzos, bongos, porros. Uno de ellos le enseña a tocar la darbuka a una niña de unos diez años. Le mira y le habla como a una adulta, y es hermoso verlos ahí: el chico mayor, con el pelo largo y rubio de surfero; la niña morenita y espabilada, escuchándole y moviendo las manos sobre el timbal.
Luego volvemos al bar, donde hemos quedado con la PK, y nos tomamos un té moruno. Doy mordisquitos al dátil que ponen de acompañamiento, porque no soporto tanta dulzura junta y prefiero ir administrándomela. El sol es una bola tridimensional que se está escondiendo poco a poco tras las montañas del otro lado de la bahía. Me acerco con la cámara a cazarlo, y antes de darnos cuenta ya estamos los tres en la barandilla, haciéndonos fotos y liando cigarros.
- Me gustaría saltar y mojarme los pies – dice la PK.
- Pues hazlo – contesto yo, mientras fumo despacio.
- Pero es que se me llenan de arena luego.
- No pasa nada… te sientas aquí y esperas a que se te sequen.
Se ríe, habla de pulmonías, vuelve a reírse y se tira al agua. Durante un rato, salta y patalea. Jose se le une. Yo me quito los zapatos, me remango los vaqueros y me apunto también.
El agua está suave y caliente en contraste con el aire de otoño, que ya empieza a ser fresco. El mar nos está atrayendo poco a poco, y cuando empezamos a tirarnos arena húmeda a puñados (primero a los pies, luego al cuerpo entero) ya sé que vamos a acabar los tres en el agua. Jose no se lo piensa: antes de que nos demos cuenta está en calzoncillos, intentando distinguir las piedras del fondo con sus ojos miopes. PK y yo le damos más vueltas, analizamos la ropa interior que llevamos, la cantidad de luz que le queda al día y la posibilidad de que nos vea alguien conocido.
- Si se baña él y nosotras no, nos arrepentiremos – digo yo.
Me quito los vaqueros y la camiseta y me tiro al agua. No es frío lo que siento, aunque me cuesta un poco respirar de la impresión. Nos salpicamos deseándonos suerte, como hacíamos de pequeños cuando celebrábamos la noche de San Juan. Nadamos un poco. Nadie nos mira porque a nadie le interesa demasiado. Me hago la muerta y miro las estrellas que empiezan a aparecer en el cielo. Escucho el sonido que hace la arena al desplazarse por el fondo: parece como si cantaran grillos diminutos.
Empezamos a tener frío y salimos. Nos secamos con la camiseta, nos quitamos la ropa interior y nos vestimos en plan comando, con la piel todavía helada, riéndonos todavía.
Y me alegro, me alegro tanto de estar aquí, semicongelada, con el pelo húmedo y salado, con mis amigos, de noche, en otoño… me alegro tanto de no haber pensado en la pulmonía y haberme tirado, sin más, porque el agua estaba tan calentita, aunque sea casi octubre…
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