Se llama David, tiene nueve años y le conocí en los Pirineos. Le gusta contar historias a trozos: de éstas de “yo empiezo y luego sigues tú”. Cuando en la parte que le tocaba introdujo un pollo “con forma de pollo muerto, pero que estaba vivo”, decidí llamarle David Lynch. Él quería llamarse Iker Casillas, así que hicimos un trato y se quedó en Ikerlynch.
Por las noches, cuando nos sentábamos a la mesa, Ikerlynch y yo contábamos historias. Su hermano Jorge, de cuatro años, se nos acercaba y me decía: “cuéntame las mentiras”. Luego se quedaba todo el rato pegado a nosotros, inmóvil, con los enormes ojos azules abiertos, mientras yo inventaba cuentos de bosques encantados, brujas y druidas, e Ikerlynch hacía su aportación en forma de pollos muertos, lobos grises y gigantes y golpes en el suelo a medianoche.
Cuéntame las mentiras… Supongo que Jorge sabía bien lo que decía. Las historias son puras mentiras. A los nueve años, Ikerlynch lo tenía muy claro y no creía ni la mitad de lo que yo le contaba, pero de vez en cuando, mientras me escuchaba o mientras hablaba él mismo, no podía evitar el destello de ilusión completamente infantil que le salía de los ojos. Supongo que quería hacerse mayor. La infancia ha quedado reducida a un cortísimo periodo entre el último pañal y el primer episodio de UPA.
Sus padres me decían que tenía mucho mérito por mi parte aguantar a David tanto rato, “darle bola” mientras me contaba sus sueños con los Digimon o sus aventuras con la bici. Pero tengo que reconocer que a mí me gustaba hablar con Ikerlynch. No hay segundas intenciones en sus frases, ni juicios de valor sobre lo que escucha. Están las historias puras, el verdadero interés de las cosas (porque, si no interesan, Ikerlynch ni siquiera las escucha).
Ahora se ha marchado y va camino de ser adulto. Le dije que intentara escribir alguno de los cuentos que habíamos inventado. Él sonrió y me dijo que de acuerdo, pero mucho me temo que se va a quedar en el sofá viendo los Digimon.
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