Wednesday, July 27, 2005

Improvisar es fácil: tuturututuuuu

Ayer estuve de ruta musical jazzera por mi ciudad. Primero fui a ver a Alla Yanovsky, mi profesora de piano, que tocaba en trío en la terraza del hotel Larios. Las vistas desde allí (una azotea en mitad de calle Larios) son las de Málaga tal y como es: cutre y hermosa, con sus monumentos y sus horrendos edificios que no pegan ni con cola, con sus grúas y sus murallas iluminadas.
Allí, en el bar lleno de snobs que bebían Martinis con aceituna, el jazz era poco más que un hilo musical tímido, inofensivo, que los tres músicos tocaban con automatismo de funcionarios. Jose y yo, acodados en la barra (de pie, porque las mesas estaban “reservadas” a adultos que fueran a hacer un gasto mayor que el de nuestras dos cañas), intentábamos identificar el piano, la guitarra o el contrabajo, pero no conseguíamos percibir mas que la banda sonora blandengue que los técnicos de sonido del bar se habían dignado conceder a sus distinguidos clientes (imagino que no querían subir más el volumen para que a nadie se le quitara el apetito por un terrenal solomillo oyendo el piano de Alla). Cuando acababan de ejecutar una pieza con indiscutible maestría, era difícil arrancar a los guiris o a los acomodados pijos de las mesas un aplauso que, en cualquier caso, no dejaba de ser de puro compromiso, porque en general nadie había prestado mucha atención. Un poco desencantados, Jose y yo nos fuimos a cenar al Pitta y quedamos con Alla, mi profe, en pasarnos después por el Onda Pasadena, donde volvían a tocar el guitarrista y el bajo acompañados por una batería.
Ah, el Onda Pasadena. Eso ya es otra cosa. Un auténtico antro, con sus grunges jugando a las cartas y bebiendo cerveza, sus alternativos mirando a través de sus gafas de pasta con la barbilla apoyada en la mano, sus puretillas de vaqueros y panza prominente. El escenario es pequeñito, y los músicos tienen que montarse, sin ningún glamour, los instrumentos y el equipo de sonido. Ahora bien: la acústica es magnífica. Marcelo, el guitarrista se acercó a nuestra mesa en el descanso: “¿Os gustó lo del Larios?”, preguntó. Nos encogimos de hombros: “Sí, pero no se oía mucho…”. Él resopló: “Ha sido una auténtica mierda”. Despotricó un rato sobre la organización del hotel, que nos había dejado a todos de pie cuando tiene otro bar bacío y abarrotado de taburetes en la planta de abajo; sobre el volumen insultantemente bajo de los amplificadores, sobre el pasotismo descarado del público. Luego se puso a tocar, y la pasividad de administrativo que le habíamos visto en la terraza se cambió por una animalidad (no se me ocurre una palabra mejor) de auténtica fiera melódica. Cómo tocaba, amigos, cómo tocaba. Funes y yo ya le habíamos visto en el Pasadena hacía dos veranos, justo antes de marcharme a Barcelona. En aquel concierto yo aprendí a escuchar jazz: aprendí que el jazz (aunque cierto amigo lo califique de mono revolcándose en un teclado, o algo similar) no puede escucharse como la música tradicional. Es un latido. No puedes identificar estrofas o estribillos: tienes que prestar atención al ritmo y acomodarte a él, y a partir de ahí oir cómo se va creando cada nota. Es el ahora vivo, la pura presencia budista.
¿Qué más puedo decir? A mi lado, Alla golpeaba con fuerza el suelo de madera del bar con sus zapatos planos. Había quien daba palmas, quien meneaba las piernas, quien tamborileaba con los dedos en la cerveza. En cualquier caso, era imposible quedarse quieto escuchando aquello. Yo daba golpecitos en el brazo de Jose y asentía con la cabeza. Qué bueno, madre mía.
(Fin del típico post “escucho-jazz-que-guay-soy”… no pretendía escribir sobre eso, porque siempre me ha parecido difícil e inútil intentar expresar la música con palabras, pero me he sentado aquí y ha sido lo primero que me ha salido, así que ahí lo tenéis).

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