Wednesday, June 22, 2005

Sin Título

Fabiola, hija, caminaba por el centro de Granada una tarde de finales de Junio. Le asomaban los brazos, morenos y llenos de pecas, por el polo blanco sin tirantes, y a cada rato se ahuecaba el pelo con los dedos y se cambiaba de mano la bolsa del supermercado. Estaba a punto de llegar a casa cuando se encontró con Paulina y con Fabiola, madre.
Paulina estaba morena por primera vez en su vida y pensaba en mandar fotos a su familia. Empujaba la silla donde Fabiola, madre, inclinaba la cabeza contra el respaldo y respiraba a la vez por la nariz y por la boca para sentirse los pulmones.
Fabiola, hija, señaló a su madre con el dedo.
- ¿Se puede saber qué haces fuera a estas horas? – meneó la cabeza y se dirigió a Paulina -. A ver, Paulina, le tengo dicho que a ella no le conviene este calor. ¿Pero ha visto usted los termómetros? – ahora el dedo apuntaba a un poste que, en mitad de la calzada, alternaba la hora (las ocho y cuarto) con los treinta y ocho grados de calor seco que asfixiaban a la ciudad.
Fabiola, madre, cogió una cantidad un poco mayor de aire caliente para decir algo, pero a última hora pareció desistir y cerró un poco más el ángulo de su cuello con el respaldo de la silla.
- Para ti – el dedo de Fabiola, hija, volvió hacia Fabiola, madre – se han acabado ya estos paseos.
Fabiola, madre, miró a la mujer madura que era su hija y la recordó con varias décadas menos pidiéndole permiso para irse a la calle. Recordó no haberla dejado nunca, y mientras fijaba la vista en aquel índice condenatorio, supo que Fabiola, hija, se estaba vengando y que ella no podía hacer nada por evitarlo.

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